viernes, 23 de julio de 2010

Confesiones patológicas

El día que me diagnosticaron melomanía mi madre lloraba, mi abuela se echaba las manos a la cabeza preguntando por qué y una ciudad entera se estremecía con la noticia.

Desde entonces los pelos se me erizan como escarpias con una canción, la piel de gallina deja ver cada relieve de mis poros y una sensación de ahogo casi orgásmico me estremece cuando una melodía consigue despertar la enfermedad.
No, no exagero. Ciertamente esta dolencia magnífica llega a límites insospechados. Algún día dejaré que un matasanos desmañado se regocije mirando mis sesos, escarbando en ellos intentando averiguar por qué una jovenzuela, en apariencia normal, podía disfrutar de tal acto inexplicable.

Me dejo caer en la cama, en seguida los sonidos envuelven el ambiente, me envuelven. Llega el momento de experimentar, cerrando los ojos, el mezclar pensamientos y acordes, sentimientos y compases... y el primer minuto me estremece, después la paz absoluta.
Vuelo, me deslizo por lo alto en la montaña del subconsciente. Aqui llega el momento, el instante preciso en que el pecho se me encoge y no siento nada, nada excepto bienestar. Los pensamientos se van, los problemas desaparecen, ralentizo la velocidad de mis latidos. Ni siquiera recuerdo cómo se escribía, no hay normas, no hay reglas. Las palabras fluyen, los pensamientos las acompañan.
Alcanzo el punto máximo de la armonía, armonía conmigo misma. Y pienso, si la humanidad pudiera experimentar este instante asi como yo lo hago ahora, las cosas serían diferentes. Realmente una canción tiene ese poder, la música puede hacerte llorar, sonreir, es poderosa...

Incluso llego a temer que algun día este poder se vuelva contra mi.

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