sábado, 27 de noviembre de 2010

Encuentros aéreos

Me horroriza la idea de no encontrarme a mí misma. Quizá por eso y no por otra cosa totalmente distinta, cada día cojo mi jet privado y recorro el cielo grisaceo. Grisaceo por la ceniza de los cigarrillos que la ansiedad hace a la gente fumar en momentos de angustia, no por el mal tiempo, qué va. Pues eso, me subo a la aeronave, lleva mi nombre escrito con estilográfica y una caligrafía impecable. Alguien me espera ansioso allí dentro, veo una sonrisa a través del ventanal, puedo respirar un aire familiar a dos pasos de la puerta. Siempre puntual, allí estoy yo, esperándome. No es difícil encontrarte si sabes dónde hacerlo. Me molesto en conocerla, es una mente inquieta con mucho que aprender, también mucho que mostrar. Charlamos durante horas en cada trayecto, horas dentro de ese habitáculo que se traducen en segundos fuera de él. Viajes a ninguna parte que me trasladan a los lugares más reconditos de un laberinto difícil de esquivar. No importa, me gustan los retos.
Después, vuelvo al origen de todo, aterrizo, caigo suave y levemente sobre el mismo lugar en que embarqué, pero no le dejo irse. Ahora lo tengo en mi mano, pienso qué haré con él. Quizá el próximo día haga un velero con sus piezas y empiece esto de nuevo. Ella estará dentro, no le aterra el mar.

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